Entrevista a Alejandro “Pitu” Salvatierra, dirigente social villero

Julieta Elffman
34 min readSep 20, 2021

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“Me convertí en una persona menos violenta cuando aprendí a poner en palabras lo que me pasa: por eso quiero educar a los pibes del barrio”

“Siempre que se hace una historia se habla de un viejo, de un niño o de sí. Pero mi historia es difícil: no voy a hablarles de un hombre común”.
Canción del elegido, Silvio Rodríguez.

Trazar el perfil de un entrevistado, a veces, se parece a dirigir una película. El personaje en cuestión habla, responde nuestras preguntas, nos cuenta su punto de vista. A su manera, reconstruye una historia para nosotros: su propia historia. O, mejor dicho, su mirada sobre su historia. Más precisamente: la mirada que en ese momento particular decidió transmitir sobre su historia. Ese es el guión, el punto de partida. Ese es nuestro texto: sobre él vamos a trabajar para reconstruir las diferentes escenas que dan cuenta de esa historia. Por eso, antes que nada, tenemos que elegir por dónde empezar. Buscar la punta de la madeja y, a partir de ahí, empezar a armar el ovillo.

Hay tantos comienzos posibles para contar la historia de Alejandro “Pitu” Salvatierra. Se puede empezar, por ejemplo, de manera reflexiva, pensando si su apellido lo habrá hecho portador de algún designio irrenunciable: salvar las tierras, como cuando lideró la toma del Parque Indoamericano. O arrancar por la política y elegir las palabras que le dedicó Cristina Fernández de Kirchner a través de Carlos Zanini: “hay gente que sabe mucho, pero entiende poco. Vos sos al revés: sabés poco, pero entendés todo”.

Hay tantas escenas, y cada una cuenta una parte de la historia. Escenas grandilocuentes, escenas cliché, escenas inverosímiles. Pitu va desgranando su historia y en cada frase regala una imagen, un momento desde el que se puede empezar a hilvanar todo lo demás. Hay epifanías, ideales, confusión, malas elecciones, una familia que banca a pesar de todo, amor incondicional, personajes clave que aparecen en el momento justo y dicen exactamente lo que Pitu necesita escuchar. Hay algo de suerte, también: todos los elementos necesarios para construir un relato mítico.

También podemos buscar el origen del dirigente villero para contarlo con detalles en blanco y negro, romantizándolo para hacerlo digerible a los estómagos de la clase media intelectual que leerá el relato: las zapatillas gastadas, los techos de chapa, la pobreza digna repentinamente reemplazada por la marginalidad absoluta tras la muerte del abuelo paterno. O relatar la escena del primer robo a mano armada en tono de thriller: detenernos en ese momento en el que, cuando ya había salido con el botín, Pitu vuelve a entrar en la carnicería que acababa de asaltar para llevarle un corte de carne a su vieja.

Para empezar, siempre hay que buscar la escena central, la que une y da sentido a todas las demás. Hay que encontrar el punto nodal en el que todas esas escenas se cruzan, confluyen y forman un solo cuadro. Muy excepcionalmente, la escena central no está en el pasado del personaje, sino en el presente: ese momento desde el que se puede pensar acerca de lo que pasó y proyectar sobre lo que va a pasar. Ese momento poderoso que todavía no existe, pero ya es en potencia.

Jueves feriado. Pitu nos busca en Eva Perón y Murguiondo y nos lleva a “su” barrio: suyo por pertenencia y por liderazgo. Los vecinos lo saludan y le abren paso mientras avanzamos por los pasillos de Ciudad Oculta hasta llegar al Instituto Villero de Formación: el lugar que construyó a pesar de todas las dificultades, las trabas burocráticas, la falta de ayuda, la ausencia del Estado. El lugar al que apuesta como motor de cambios sociales y culturales, además de políticos.

Pitu sabe que la educación es transformadora, que puede marcar un quiebre en la historia. Si lo hizo en la suya, puede hacerlo en la de otros y otras. Porque su historia podría haber sido igual a la de tantos otros. Infancia pobre, pero con techo, comida y familia. Padre preso. Abuelo presente. Madre abnegada ocupándose de sus hijos, haciendo lo que tenía que hacer para asegurarles el plato caliente en las noches frías. Haciendo lo que podía hacer.

Corte. Funde a negro. Velatorio del abuelo. Desalojo. Toda la familia en la calle. Adolescencia marginal, conflictiva, donde lo único que sobraba eran las carencias. Una mala decisión, un desliz, el paso hacia la delincuencia. Una vida en peligro. Todos los lugares comunes de una serie de televisión tumbera. Hasta que, estando en cana, un amigo de su viejo le dio el consejo que cambiaría su destino. Ponete a estudiar, pibe”. Que hiciera algo diferente con su vida, le dijo. Pitu entendió. Y decidió que era tiempo de cambiar.

En la escena siguiente: Pitu sube al escenario para recibir de Julio Alak el diploma al mejor estudiante del año. Lo aplauden, lo felicitan. Un plano corto muestra sus manos: está esposado. A medida que la cámara se aleja, vemos que no está solo en el escenario: lo rodean cinco policías de la bonaerense. Su promedio es el mejor en todas las escuelas de la ciudad de La Plata: 9,98. “Si algo tenía tiempo de hacer, mientras estaba en cana, era leer”. Basado en una historia real.

“Yo tengo toda una historia con la educación, creo que fue lo que me abrió la cabeza. Estoy seguro de que me convertí en una persona mucho menos violenta el día en el que aprendí a poner en palabras lo que me pasa. Poder comunicarme sin violencia fue algo que aprendí estando preso, leyendo y estudiando para aprobar los exámenes. Pero muchos de nuestros pibes no tienen esa posibilidad, y solo aprenden a comunicarse de manera violenta. No es que sean violentos por naturaleza: es lo que les enseñaron. Por eso quise hacer una escuela para ellos. La violencia en el barrio es casi un medio de expresión. Estamos acostumbrados, crecemos con la violencia como lenguaje. Nuestros pibes pueden acceder a armas y drogas, las consiguen fácilmente. Pero, si necesitan una vacante en la escuela, no la consiguen. El camino bueno es siempre el más difícil para nuestros pibes”.

El entrevistado marca el rumbo: debemos ser fieles a sus palabras, a su voz particular, a la manera que tiene de hacer énfasis en una anécdota o un recuerdo. Debemos prestar atención a sus silencios: escuchar lo que no dice. Entender lo que prefiere callar.

“Yo soy un actor político: para mí, crear esta escuela también significó la posibilidad de salir del estereotipo del “tirapiedras” en el que la sociedad te encasilla por pertenecer a una organización social, y demostrar que nosotros también tenemos la posibilidad y la capacidad de resolver muchas cosas que el Estado no resuelve, que podemos gestionar nuestros conflictos con entereza y dignidad. Por eso, la creación del Instituto de Formación Villero es estratégica para nosotros. Queremos demostrar que somos mucho más que los tipos que llenan los micros, reparten las banderas y los bolsones de mercadería. Es una señal para nosotros mismos, para discutir el gerenciamiento de la política dentro de las villas. Queremos que las organizaciones vengan a las villas a apuntalar a los compañeros que están trabajando, que nos escuchen, que nos den espacio. No queremos que vengan a gestionar nuestras necesidades. Queremos que los compañeros puedan llegar a discutir la política, que tengan un verdadero desarrollo, que incidan en los espacios de poder real. Muchas veces las organizaciones tienen nombres muy pomposos, incluyen palabras villeras, pero las conducen tipos de clase media. Pero nosotros podemos hacer muchas cosas cuando nos las proponemos.

También hay que reconocer que hemos errado mucho: yo tengo la autocrítica necesaria para admitir que, cuando nos dieron espacios de poder, muchas veces nos equivocamos. Por eso, para los actores que militamos en el territorio es importante derribar mitos: soy negro, villero, estuve en cana, afané casi toda mi vida hasta que caí preso, tiro piedras, te corto la calle, te reclamo porque me cago de hambre, pero también puedo educar a personas. Puedo armar una escuela en una villa y sostenerla con el esfuerzo de los compañeros. Y puedo convencer a esos compañeros de que es importante resignar una parte de las ganancias de las cooperativas que armamos para pagar la educación de los pibes de la villa: eso es crear conciencia de clase. No en los libros. En la realidad.

El Instituto tiene tres áreas: en primer lugar la formación en oficios, donde damos talleres de albañilería y electricidad; tejido; corte y confección; gastronomía; pastelería; catering. También tenemos convenio con la UOM, mandamos a los pibes del barrio a estudiar. Después tenemos el área de formación secular: una primaria que funciona a la mañana y donde vienen generalmente personas mayores, y la secundaria. La tercera área de laburo tiene que ver con la formación dirigencial: ahí damos los debates sobre el rol del dirigente barrial, pensamos en nuestros problemas particulares y reivindicamos nuestro laburo.

En la comuna 8 tenemos entre el 60 y el 70% de las villas porteñas. Además, tenemos muchos complejos populares que tienen composiciones familiares y niveles socioeconómicos parecidos a los de las villas: en algunos casos incluso están peor, porque los que viven en los complejos tienen una carga impositiva que los villeros no tenemos. Es una comuna totalmente empobrecida. Y, sin embargo, tenemos pocas escuelas de doble jornada, y menos todavía que ofrecen horarios posibles para los pibes que laburan. Abrir la escuela fue una lucha, aprendimos muchísimo. Antes de empezar hicimos un relevamiento en el barrio, hablamos con más de 3000 familias y descubrimos que el 12% no había tenido ningún contacto con una institución educativa. El promedio del país, incluso en las zonas más marginales, es de 4 o 5% de la población fuera del sistema educativo. Nosotros duplicamos y casi triplicamos ese número. Frente a la falta de propuestas del Estado en materia de educación, nos pareció que teníamos hacer algo. Pero nos la complicaron mucho, nos pusieron mil trabas.

El edificio se construyó durante la gestión anterior, como parte de un proyecto pensado en el marco de un gobierno popular: el objetivo era traer el Estado al barrio. Teníamos un Centro de Acceso a la Justicia, un Centro de Salud con pediatras, psicólogos, médicos de diferentes especialidades. Había presencia del Sedronar para trabajar en la prevención de las adicciones, teníamos una oficina del Ministerio de Trabajo que traía los Programas de Empleo. Teníamos ayuda del Ministerio de Cultura: construimos una sala de ensayo y conseguimos todos los instrumentos para armar una banda de rock, de cumbia o de folclore. Nosotros logramos que por primera vez los pediatras les tocaran la puerta a los pacientes, que tuvieran una relación. Pero, desde 2016, nos empezaron a retirar la ayuda. Todo eso se fue terminando. De a poco se fueron yendo y el edificio empezó a vaciarse. Nos dejaron solos. Solo quedaron los médicos, que siguieron viniendo por su cuenta, sin cobrar nada, porque tienen una relación con sus pacientes. Entonces decidimos que, si nos vaciaban el edificio, lo íbamos a volver a llenar. Pero de alumnos.

Nosotros no formamos kirchneristas… pero somos kirchneristas. Yo no oculto lo que soy. En la escuela no obligamos a nadie a pensar de una manera determinada, no le inculcamos una ideología particular a los alumnos. Obviamente, sí les damos una visión del mundo que tiene que ver con lo que nosotros mismos vemos. Nosotros les decimos a nuestros chicos desde dónde miramos la historia. No nos hacemos los giles, nos hacemos cargo de nuestra ideología. Tenemos pibes a partir de los 18 años: el año pasado teníamos mucha gente grande y este año logramos empezar a bajar el promedio de edad de los estudiantes. Hicimos campaña en el barrio, en las esquinas, en las canchas: fuimos a charlar con los pibes, les contamos que existía la escuela, y de a poco empezaron a llegar. Algunos de los que llegan vienen con historias pesadas de adicciones, pero los vemos sosteniendo la presencia, se van rescatando. Estudiar les da un proyecto, les permite salir de ese lugar en el que estaban metidos. De a poco vamos forjando una identidad para la escuela. Empiezan a venir los hermanos de los alumnos, los vecinos van conociendo la escuela. Este era un lugar al que la gente venía a pedir y a buscar soluciones, era la presencia del Estado en el barrio. Hoy, los vecinos vienen a estudiar, y eso cambia la relación. El que viene, ahora, también tiene que dar algo.

La escuela tiene especialización en informática. Los pibes salen haciendo diseño web, programación. En el taller, los chicos crearon una aplicación para resolver un problema: necesitábamos una herramienta para hacer los censos en el barrio, porque hacerlos con papel nos generaba un costo enorme. Entonces, junto con el profe de informática, crearon una aplicación telefónica para hacer los relevamientos. Se cargan los datos en tiempo real y se pueden analizar muy fácilmente. La aplicación funciona tan bien que se la vendimos al IVC (Instituto de la Vivienda de la Ciudad de Buenos Aires): con esa plata pudimos hacer el techo del comedor y vamos a construir nuevas aulas. Cuando fuimos al IVC a discutir algunas cuestiones, llevamos todas las estadísticas del barrio: hicimos rankings de vulnerabilidad, mapas calóricos, muchos datos. Pusimos todo sobre la mesa. Los del IVC no lo podían creer, llamaron al presidente para que lo viera. Al final, en lugar de discutir lo que fuimos a discutir, terminamos hablando acerca de cómo habíamos hecho la aplicación. Nos pidieron autorización para usarla, pero les dijimos que se las podíamos vender. Así que salimos de la reunión, por un lado, con proyectos muy piolas para mejorar la situación de los habitantes del barrio. Y, por el otro, con la compra de la aplicación. Ahora los chicos van a las universidades, los llaman para que vayan a contar cómo desarrollaron la herramienta. Es nuestro mayor orgullo. Ahora ya le sacamos ventaja de nuevo al IVC, porque los pibes hicieron una base de datos para identificar a los que ya nos respondieron. Sobre esa base, cada cuatro meses sacan una actualización y hacen una encuesta de consumo para ver cómo evoluciona el gasto de nuestras familias. Lo hacen desde el instituto villero, cumpliendo con todos los protocolos y los procedimientos necesarios.

La primera pregunta tiene que ver con el esparcimiento: si salís a comer, si vas al cine. Hace como dos años que ya prácticamente no existe esa parte. La segunda, con la situación laboral. Después tenemos la cuestión de la escolaridad. Y, por último, alimentación e indumentaria. Los rubros de esparcimiento e indumentaria desaparecieron en las últimas encuestas. Ahí se ve muy claramente la caída en el poder adquisitivo de los vecinos en los últimos años. Especialmente desde mayo del año pasado: se empezó a notar muy fuerte. Antes, todavía teníamos resto. A mediados de 2016 se cayeron las changas, que es el trabajo que nos da la clase media cuando arregla su casita, pinta el departamento. Después se empezaron a caer los empleos golondrina, los laburos en la construcción, los tacheros. En mayo de 2018 se desplomó la actividad y seguimos cayendo: todavía no vemos dónde está el piso. Pero no todas las familias que viven en la villa viven marginalmente: hay familias constituidas, con empleo en blanco, registrado, empleados estatales. Son la clase alta del barrio. Hoy los ves haciendo cola para retirar los bolsones de mercadería. O se me acercan y me piden en voz baja porque no quieren que los demás se enteren de que están pidiendo: vienen a la noche para que no los vean. Porque en el barrio también tenemos prejuicios, discriminación, racismo. Se nota mucho la diferencia entre los que tienen trabajo estable y los que no. En 2003, el barrio llegaba hasta Zuviría. Cuando se amplió, los que estaban en la parte vieja criticaban a los que tomaban las tierras en la parte nueva como si ellos no hubieran hecho lo mismo. Se creían la oligarquía de la villa. Es una comunidad que tiene los mismos problemas de la sociedad en general. O tiene otros problemas, pero algunos son muy parecidos. El racismo ya no es tan fuerte, porque los hijos han producido una mezcla interesante. Mi amigo de toda la vida es paraguayo: entonces yo no voy a andar criticando o discriminando a los “paraguas”.

Por eso nosotros discutimos el concepto de “urbanización”: no queremos que vengan a urbanizarnos. Queremos que nos integren: nosotros también podemos aportarle mucho a la sociedad argentina. Empezando por la diversidad cultural que existe en nuestros barrios: hace 30 años que vivimos rodeados de latinoamericanos. Convivimos con venezolanos, bolivianos, peruanos, paraguayos. Hace 20 años los inmigrantes eran más sumisos, tal vez porque los argentinos eran más intolerantes y violentos. Pero todos nos fuimos acostumbrando, y hoy las diferentes comunidades viven entre nosotros, hacen sus festejos, aprendimos a respetarnos. Todavía nos falta avanzar en relación con las elecciones sexuales: las reivindicaciones que se ven en la sociedad no llegaron al barrio todavía. Acá el puto la pasa para el orto. Ni hablar del transexual: si sos hombre, caminá vestido de mujer de punta a punta del barrio y vas a ver lo que te pasa. La mujer sigue siendo oprimida, los hombres son venerados. La mujer camina tres pasos por detrás del hombre. Pero en las generaciones nuevas se empieza a ver un cambio, algunos brotes que nos dan la señal de que va a cambiar.

Si la entrevista funciona bien, el entrevistado puede bajar la guardia y salir del libreto que, tal vez, había preestablecido. Nosotros fuimos a escuchar. Él vino a decir. Y en esa negociación se produce una cierta tensión, pero también una nueva oportunidad: se puede resignificar una escena. Se puede pasar de lo político a lo personal. Que, claro, también es político.

“Yo caí preso el 15 de diciembre de 2001, después de una vida atropellada de excesos. Cuando nací mi viejo estaba preso, y yo me pasé la vida yendo a visitarlo a la cárcel. Cuando él murió yo tenía 21 años, y solo habíamos convivido durante tres años. Pero, más allá de eso, hasta mis 13 años tuve una vida bastante normal. Mi viejo estaba en cana: mi abuelo, que era jubilado, ocupaba el rol paterno. Teníamos una vida humilde pero tranquila, vivíamos en un departamento de una villa que fue urbanizada por el plan Dorrego, cuando los Montoneros tenían alguna incidencia en el ministerio de Desarrollo. Ellos realizaron la urbanización más perfecta que se hizo en el país: todavía existe, es el barrio Justo Suárez, en Alberdi y Lisandro de la Torre. Se respetaron las composiciones familiares, los usos y costumbres, los pasillos. Se hicieron departamentos de 1 ambiente y hasta 6. Ahí mi abuelo recibió el departamento escriturado alrededor de 1974. Yo nací en 1980, y me crié ahí. Tenía una vida normal: una escuela primaria a 6 cuadras de mi casa, un grupo de amigos, iba al club, jugaba a la pelota. Una vida humilde pero normal, comía todos los días, más o menos la íbamos llevando.

Cuando falleció mi abuelo, mis tíos paternos reclamaron el departamento y nos dejaron en la calle. Volví un día de la primaria y la encontré a mi mamá en la entrada del barrio con todas nuestras cosas en bolsas de residuos. No entendía nada: me decía que ya no podíamos volver a mi casa. Yo no tenía la capacidad de entender. Era mi casa, yo había nacido ahí, había vivido toda la vida en ese departamento. Era mi casa. Mi papá estaba preso, nos echaron y terminamos viviendo en la calle durante dos años con mi mamá y mis dos hermanos. Mi mamá estaba embarazada. Dormíamos en las calles, plazas, baldíos, puertas de clubes. Yo igual seguía yendo a la escuela: nos faltaba de todo, pero no nos faltó nunca amor. Mi vieja tenía la capacidad de blindarnos, jugábamos abajo de un puente y nos hacía sentir que estábamos en el mejor lugar del mundo. Hasta que un día una amiga de mi vieja le ofreció un terreno para hacerse una piecita. Con mi hermana íbamos a buscar ladrillos al “Elefante blanco” y mi tío Miguel, el hermano de mamá, nos fue levantando una pieza con esos ladrillos. Los vecinos, que ni nos conocían, nos donaron chapas. Yo me enamoré de la villa en ese momento, porque encontré en el barrio la solidaridad que no encontré en mi sangre. El barrio fue bueno conmigo.

Más adelante, mi vieja se peleó con la amiga y quedamos otra vez en la calle, pero ya éramos del barrio. Un día, el presidente del barrio nos encontró en el Concejo Deliberante y nos ofreció ocuparnos del comedor: nos dijo que podíamos vivir ahí si laburábamos atendiendo a la gente que iba a comer. El lugar no tenía baño, hicimos una división con una cortina y un mueble. Hicimos una pared de machimbre y pusimos un balde de pintura donde hacíamos nuestras necesidades. Como yo era el hermano mayor, mi tarea era vaciar el balde: era totalmente denigrante para mí. Tenía que pasar por la esquina en la que estaban todos mis amigos y mi novia. Me moría de vergüenza. Eran momentos duros para el país: pleno desarrollo del neoliberalismo, cierre de las escuelas técnicas, crecimiento del desempleo, pobreza galopante… Yo tenía vacante en una escuela técnica secundaria, pero la cerraron el mismo año en el que tenía que empezar. Me dejaron sin vacante. Fui un tiempo a una escuela en el centro, un par de semanas, pero no podía pagarme el boleto, así que dejé de ir.

En ese momento, este era un barrio de muchísima violencia. O eras oveja, o eras lobo. Yo era el hermano mayor, mi papá estaba preso, sentía que tenía que ser el guardia de mi familia. Y me fui haciendo lobo. No sé si lo decidí. Nosotros teníamos para comer, teníamos dónde vivir, pero mis hermanos no podían ir a la escuela porque no tenían zapatillas. Y cada vez éramos más: mi vieja iba a visitar a mi viejo a la cárcel y siempre volvía embarazada. Somos siete hijos, todos del mismo padre. En el año 94 no había mucha opción, y yo pensé que la delincuencia podía ser un método de vida. Para mí no era un mundo extraño, me había criado yendo a visitar a mi viejo a los penales. En mi casa estaba naturalizado el delito. Un día un amigo me dijo “vamos a robar una cartera”. Y fuimos. Con el tiempo dejó de ser solo una cartera, conseguimos armas y empezamos a hacer salidas más grandes. El primer robo armado que hice fue en una carnicería: cuando ya estábamos afuera, volví a agarrar carne para llevarle un pedazo a mi vieja. No me olvido más.

Entrar en la delincuencia fue la peor decisión de mi vida: me metió en un mundo del cual me costó muchísimo salir. Porque, además, nadie que está inmerso en ese mundo de violencia puede sobrevivir sin drogas. Cuando salís a robar, te sobreponés a tus propios miedos todos los días. Tenés tres opciones, y dos son malas: podés volver con la guita, terminar en la cárcel o en el cementerio. Yo nunca dejé de sentir miedo antes de salir, y las drogas son ideales para animarte: así fue como empezaron las adicciones. La violencia, los tiroteos por la territorialidad eran frecuentes, estábamos acostumbrados a eso. Así me crié, siendo dañino para mi barrio y para mí. Hasta que en 2001 caí preso después de robar una joyería. Ahí empezó la tercera etapa de mi vida.

La primera fue la normalidad: mi abuelo, mi abuela, mi mamá, el desayuno a la mañana, la leche con pan, la escuela, el club, un grupo de amigos. La segunda etapa fue la de la villa, que terminó en la delincuencia. Y la tercera etapa fue la de la cárcel. Al principio era un quilombo, el Servicio Penitenciario Federal me expulsó, no me aguantaban más. Me quisieron mandar al Servicio Penitenciario Bonaerense, pero ahí tampoco me querían aceptar. Me tuvieron cuatro meses en una celda en el departamento de Policía de General Paz y Madariaga. No me recibía nadie, me dejaron tirado en el buzón. Era una celda de paso, en la que no se podía estar más de 8 horas: yo estuve 4 meses. No podía bañarme ni afeitarme. Solo tenía una piletita. Se me infectó una herida en la pierna, era un desastre. Hasta que llegó el día del padre y mi hijo mayor vino a visitarme. Yo tenía visitas a través de un vidrio: él se puso a llorar porque no me podía abrazar. Me agarró una crisis de nervios, quería romper todo. Me cagaron a palos, me llevaron de vuelta al buzón y me dejaron ahí tirado. Esa noche me puse a pensar. Me acordé de que cuando era chico, en la etapa de la normalidad, quería ser abogado. A lo mejor porque pensaba que así podía sacar a mi viejo de la cárcel. Esa noche me pregunté qué había pasado con ese pibe que quería ser abogado y que ahora estaba tirado en cana, con una pata podrida, cumpliendo una condena de 23 años. En ese momento no tuve la respuesta. Hoy sí: fue el neoliberalismo. Eso fue lo que me pasó.

Después de esa noche, cuando me acordé de lo que quería ser, me vinieron a buscar y me llevaron al Servicio Penitenciario Bonaerense. Yo soy muy creyente, mi familia es evangelista. Pero también me doy cuenta de que la religión es el opio de los pueblos. De verdad. Veo que nuestra gente cree que los ricos y los pobres nacen por designio divino y que van a la Iglesia a rezar para que la suerte se de vuelta, como la taba. Pensar eso te invisibiliza un sistema, te hace poner la vista donde no tiene que estar. Yo creo en un Dios vivo: creo que Dios te impulsa pero no te resuelve, que cada uno es hacedor de su destino, y que Dios cree en una fe hecha obra. Dios nunca dijo que la solución a los problemas de la vida social van a estar arrodillándonos enfrente de la cruz: van a estar en lo que podamos construir. A mí me rebela que nuestra gente llene las Iglesias y que no podamos llenar una plaza en una manifestación o para salir a pelear por cosas que verdaderamente nos van a cambiar la vida. Yo creo en la religión como un apuntalamiento de los valores que te permiten salir adelante desde un lugar mejor, no como una resignación. No creo en Dios para pedirle que haga algo por mí. Si vos no hacés nada, Diosito no lo va a hacer por vos. Pero sí creo que, esa noche, Dios me dio una mano.

Caí en la unidad 9, en La Plata. Me tuvieron en la Leonera hasta ver dónde me ubicaban, y mientras estaba ahí pasó un tipo que era amigo de mi viejo y me reconoció. “¿Sabés lo que te conviene?”, me dijo. “Anotate en la escuela. No te pongas a bardear, no hagas ninguna, portate bien”. Al rato pasó alguien anotando: “¿Alguno quiere estudiar?”. Yo, dije. Me asignaron pabellón y empecé a ir a la escuela. Fue un suplicio: me tenía que levantar a las 6 de la mañana, desayunaba lo más fuerte posible y a las 8 de la mañana me paraba al lado de la reja del pabellón para que me sacaran para ir a la escuela recién a las dos de la tarde. Era impresionante cómo nos la complicaban, el SPB nos hacía la guerra a los que queríamos estudiar. Te podían sacar a las 11 o a las 14. “Escuela!”, gritaban. Abrían la puerta y la cerraban al toque: el que estaba ahí, salía. El que no, se quedaba adentro. Después te decían cualquier cosa, siempre tenían alguna excusa para no dejarte ir. Empezábamos 50 cada año, pero siempre terminaban 5 o 6. De todos los que arrancaron conmigo, ninguno pudo terminarla y recibirse. Yo la hice porque fui testarudo, y además era una estrategia para que no me cambiaran de penal: el director de la escuela mandaba un mail para que no cambiaran a los alumnos que estaban comprometidos con el estudio. Yo estaba bien ahí porque mi familia podía ir a verme, era lejos pero no tanto: quedarme en ese lugar era importante para mí. Por eso hacía todo el esfuerzo que fuera necesario para mantenerme como alumno regular.

Tuve suerte: me tocaron dos profesores que en lugar de enseñarme cívica y contabilidad armaban debates. Yo había tenido algún contacto con la política en el comedor de la villa, escuchando lo que decían en las reuniones que se hacían ahí, y me enganchaba en las discusiones. Empecé a hablar con ellos, me trajeron libros, leía y aprendía. Entré al peronismo por los Montoneros: por el sindicalismo me resultaba más complicado, totalmente lejano, pero con unos tipos que andaban armados podía sentirme identificado. Yo conocía de ese mundo de tiroteos, de secuestros. Esos tipos se la bancaban. Después me trajeron los tres tomos de Norberto Galasso sobre Perón, y ahí me terminé de enamorar del peronismo. Leí esos libros en un par de meses, y empecé a pensar en la organización política. En 2003 estábamos charlando, después de las elecciones, y me preguntaron qué pensaba de Néstor. “¿Qué voy a pensar? Estamos en el horno: este tipo se come todas las eses, es tuerto, bailotea con el bastón de mando… con el quilombo que hay en este país, en ocho meses se lo llevan puesto”. Y Jorge, uno de los profes, me dice “Mirá, si este tipo hace solo la mitad de las cosas que dijo en su discurso de apertura, estamos frente a uno de los mejores presidentes que tuvo este país. Ese discurso es todo lo que queremos, todo lo que añoramos y todo lo que soñamos”. Así que empezamos a analizar el gobierno de Néstor, debatimos muchísimo. Yo empecé a tener una noción de la hombría de ese tipo, el coraje que tuvo, contra qué poderes combatía. Cuando se enfrentó a la Corte Suprema de Justicia, me impactó mucho. Lamentablemente, no pude disfrutar el mandato de Néstor en libertad: salí en 2008, con Cristina ya presidenta. Me pasé la presidencia de Néstor en la cárcel. Mientras tanto, mi familia me contaba que Sueños compartidos había llegado al barrio, que se estaban construyendo viviendas, que pibes que antes venían drogas ahora trabajaban como albañiles… yo no podía creer que el barrio ya no tuviera techos de chapa. Mi mujer me contaba que estaba haciendo la losa en nuestra casa y me costaba creerlo.

En esa época pasó algo que a mí me marcó para toda la vida, y que fundió mi relación con el peronismo y el kirchnerismo desde un lugar que es imposible romper. Mi vieja tuvo una vida muy castigada, laburaba limpiando en los frigoríficos para que le dieran las achuras, hizo cosas que no quiero ni pensar y que no puedo ni decir. Hizo todo lo que tenía que hacer para darnos de comer. Y siempre fue una mujer sumisa, doblegada. Lo tenía a mi viejo en cana: cuando yo nací, ella tenía 16 años. Él, apenas 14. Casi nos criamos juntos. Ella nunca me había regalado nada en toda mi vida. Yo siempre tenía cosas heredadas. Cuando estaba preso en La Plata, mi mujer trabajaba limpiando en casas de familia y se turnaban con mi vieja para ir a verme. Mi esposa le daba la plata para viajar. Un día, a fines de 2007, mi vieja cae de visita con una remera de marca. Yo me enojé: “¿Qué hacés, ma? ¿para qué carajo quiero yo una remera nueva? Yo sé todo lo que implica este gasto para vos, ¿estás loca?”. Y me contestó algo que no me olvido más: “yo soy sujeta de derecho”. “¿De qué me hablás, vieja?”. Y me explicó: “Vino una asistenta social a casa, me dijo que era beneficiaria de la pensión por ser madre de siete hijos. Que era un derecho constituido. Y me dijo que soy sujeta de derecho”. Yo entonces sentí que por primera vez mi mamá se sintió alguien, que por una vez alguien le había reconocido algo. Ese fue Néstor. Desde ese día, mi relación con la política cambió por completo. Desde el corazón: entendí lo mágico que puede ser un Estado presente y vi cómo se puede transformar, desde una política de Estado, la vida de una mujer que estuvo siempre en la marginalidad. Yo quería ser parte de todo eso.

En diciembre de 2008 recuperé la libertad y cuando llegué al barrio vi un mar de cascos blancos que se metía por los pasillos. Eran los trabajadores de las Madres de Plaza de Mayo, que estaban construyendo unos edificios. Me impactó ver a esos pibes que yo conocía y que antes vendían droga laburando como albañiles, con sus tarjetas y su sueldo en blanco. Y empecé a mirar, y vi que era verdad que ya no había techos de chapa. Y era verdad que había vuelto el humo de los asados de los domingos. Porque los sectores populares, cuando tenemos una situación económica un poco más holgada, nos damos el gusto de hacer un asado el domingo. Primero hacemos eso. Después, les compramos pilcha a los pibes. Si todavía tenemos un poco más, arreglamos la casita. Y, una vez que terminamos, nos juntamos con los vecinos para mejorar el barrio. A mí me pasó con el país y con el barrio lo que te pasa cuando no ves a un pariente durante mucho tiempo: enseguida ves todo lo que cambió. Está más gordo, más flaco, más pelado, más canoso. Yo me fui con un país de rodillas en diciembre de 2001, y volví en 2008, con un país muy diferente. Sueños Compartidos creó 1700 puestos de trabajo en el barrio, eso cambió todo. El que tenía un kiosco, lo convirtió en almacén. El que tenía una carnicería abrió una sucursal. La gente tenía acceso al crédito, porque tenía recibo de sueldo. Compraba. Había políticas sociales que cambiaron todo.

Pero en ese momento yo todavía no entendía demasiado. Mi esposa estaba sola, trabajaba en casas de familia, sostenía todo. Yo sentí la necesidad de mantener a mi familia, y salí a buscar trabajo. Mi esposa me dejaba 13 pesos todos los días: con eso yo viajaba, compraba el diario y buscaba laburo. Todos los días, durante ocho meses, salí a buscar. Pero, si no era por la dirección, era por los antecedentes penales: no había forma, nadie quería darme laburo. Yo limpiaba, llevaba a los chicos a la escuela: ya no sabía qué hacer para sentirme digno. Me sentía nada. Lo único que sabía era que no quería volver a caer en cana. Quería algo diferente para mis hijos. Hasta que un día tuve una entrevista para limpiar baños en el shopping Spinetto. Iba todo bien, pero cuando me pidieron el certificado de buena conducta y hablé de los antecedentes penales, el tipo me dijo que no me iban a tomar. En ese momento me dio un ataque de ira: me fui re caliente. Agarré una botella de Coca-Cola que había en un árbol, la rompí y me guardé el pico en el bolsillo. La idea era bajarme en alguna parada, fichar a alguien para robarle el auto y volver al barrio para buscar a un par de pibes y salir a robar. Estaba decidido a no volver a mi casa sin un peso ese día. O voy en cana, o me matan, o me acomodo, porque no puedo seguir viviendo así. Plata o mierda, pensaba.

Venía mirando en dónde bajarme, y justo me sonó el teléfono que me había dado mi mujer. Era Pocho, que era encargado de seguridad de la Fundación. Yo lo conocía de chico. “Pitufo, es verdad que querés laburar?”.Sí, estoy buscando. No quiero hacer ninguna, me pasé la vida en cana”. “Ok, mañana vení al Elefante Blanco y presentate en planta baja”. ¿Podés creer que mi mujer me había dicho que fuera ahí a buscar laburo? Tiré el pico de la botella por la ventana, llegué a casa y le conté todo a mi mujer. Al día siguiente me presenté ahí a las 6 de la mañana. En el Elefante Blanco estaban las oficinas de Madres. A las 11 llegó Hebe de Bonafini: “¿Vos estás dispuesto a cumplir horarios de trabajo? ¿Podés acatar órdenes?”. “Sí, pero no tengo ni documento”, le dije. “No te preocupes, nosotros te vamos a ayudar”. Y empecé a laburar en la recepción. Con el tiempo, terminé recibiendo a Néstor, al comandante Chávez, a Evo Morales. Venía de estar en un penal y de repente estaba caminando al lado de estos tipos. Vinieron las asistentes sociales, me consiguieron la partida de nacimiento, me hicieron el documento. Me dieron la tarjeta, me hicieron ir al banco. Tardé en aprender, pero entré en un mundo diferente. Mi hija menor nació en una clínica: era todo un cambio para nosotros. Me sentía digno.

Un día me puse a escribir un proyecto para recuperar a los pibes del barrio que estaban tirados en los pasillos, empezamos a plantearle a Hebe que los adictos al paco necesitaban volver a darle valor a sus vidas. Porque en estos lugares se te hace cáscara: de tanto ver las cosas, dejás de verlas. Ya no te duelen, no las mirás. Y pusimos en marcha ese proyecto con la ayuda de las Madres, empezamos a laburar, el programa creció muchísimo y se consolidó: empezamos con 30 pibes y terminamos con 600 personas en 2013. Esa fue mi primera experiencia militante. Y ahí me empezaron a pasar cosas a mí también: empecé a ser importante para otros, a sentir la obligación de levantarme a la mañana porque había cosas que dependían de mí. Yo también me sentí alguien. Ahí empecé a conocer las diferentes organizaciones sociales.

En 2010 terminé en el Parque Indoamericano, encabezando la toma de tierras más grande de la ciudad de Buenos Aires sin buscarlo, casi sin saber cómo llegué allá. Yo fui ahí para impedir que tomaran unos edificios que estaba construyendo la Fundación Sueños Compartidos al final del parque. Cuando llegué me encontré con mi hermana, que estaba participando de la toma. “¿Qué hacés acá?”, le pregunté. Yo iba para evitar la toma. “Yo no puedo seguir viviendo con mi suegra y todos los hermanos de mi marido con sus familias. ¿Vos sabés lo que es la convivencia ahí?”, me dijo. Así que crucé del otro lado del alambrado y me quedé con ella: “si es para mis sobrinos, yo me quedo con vos. Acá se va a armar quilombo, yo no te voy a dejar”. Empezamos a debatir, se armaron asambleas. Empecé a participar cada vez más, hasta que terminé dando la conferencia de prensa en la puerta del Parque. Me fui consolidando como la voz de la toma, y eso me llevó a otro estadío en mi militancia: después de 10 días de toma, todos los ministros me conocían, me abrían la puerta de sus despachos, sabían quién era, cómo me llamaba. Ahí cambió todo, de verdad. Yo podía llamar a cualquiera y me atendían.

De mi grupo de amigos de la adolescencia éramos 18: solo quedamos tres vivos. Los tres tomamos algún camino diferente, y además tuvimos mucha suerte. Pero todos los demás están muertos. Para mí, la militancia fue una salida, una vía de escape de ese mundo. La educación y la militancia me salvaron la vida. Con el tiempo logramos construir el Instituto de Formación Villera, logramos tener presencia en otros barrios, armamos la organización Mugica vive, pudimos implementar los programas de presencia del Estado en los barrios, hicimos un montón de cosas: comedores, merenderos, acciones de alfabetización y apoyo escolares. Había un desconocimiento de la figura de Mugica que para nosotros era obsceno: era un insulto que los villeros no lo conocieran. Nosotros queríamos que los pibes de nuestros barrios tuvieran nuevos modelos positivos, que quisieran parecerse al albañil, al metalúrgico, al cura del barrio, y no al narco. Convencimos a las fuerzas políticas y logramos armar las jornadas solidarias y el museo Padre Mugica: conseguimos elementos y fotos de él, hicimos un recorrido por las villas, pintamos murales, refaccionamos un espacio público. Armamos el congreso villero en Plaza de Mayo, trajimos urbanistas de otros países, organizamos carpas de debate en las que consolidamos el concepto de “integración urbana”. Todo eso se podía hacer porque el Estado apoyaba: muchas de las cosas que se están haciendo hoy en las villas son el resultado directo de ese momento de debate fuerte, en el que teníamos resuelta la olla, podíamos hacer alguna salida, y eso nos permitía tener discusiones mucho más elaboradas que las que podemos tener ahora, cuando están todos preocupados por comer.

Debemos ser capaces de transmitir las emociones del entrevistado, sus certezas, sus inseguridades. Hay que evitar acotaciones como “llora” o “ríe”: la risa y el llanto deberían poder escucharse detrás de sus palabras. Debemos romper con la idea del texto teatral, olvidar las didascalias. Nada de “responde mientras ceba otro mate”. El lector tiene que poder sentir el sabor de la yerba ya algo lavada, la temperatura del agua que se fue entibiando a lo largo de la conversación. En el mejor de los casos, puede creer que está ahí, hablando mano a mano con el entrevistado. Para eso tiene que sentir el frío, el eco de la voz de Pitu en un edificio vacío, el contraste de la oscuridad de un comedor en obra con el sol que brilla afuera. El olor a cemento húmedo. La música que entra por las ventanas de vez en cuando. En una buena entrevista, el entrevistador tiene que poder hacerse invisible y ceder su lugar al lector.

“Las organizaciones nacionales le imprimen su lógica al actor del barrio. Si te movilizan tres veces por semana, eso te genera una dinámica bastante complicada: tenés que pasarte todo el tiempo llenando micros. Entonces, la gente del barrio empieza a esquivarte y terminás armando una relación muy negativa con los tuyos. A veces ni siquiera saben adónde van: hay una dinámica que no permite a las organizaciones dar los debates en profundidad. Si la movilización es permanente, no podés parar a discutir cada vez: “vamos a la marcha”, y listo. Así se fue perdiendo la lógica del dirigente barrial: tenés dirigentes que no saben si el vecino de al lado tiene agua, que no suman para el barrio sino solo para sí mismos.

Emilio Pérsico (dirigente del Movimiento Evita), que es un tipo al que yo admiro muchísimo, me contó una anécdota que me quedó grabada. Cuando asumió Néstor Kirchner llamaron a una reunión a todos los movimientos sociales: era la incorporación de las organizaciones sociales a la vida política institucional. Tuvieron un montón de reuniones preparativas para ir a verlo: todos tenían su plan revolucionario para contarle. Llegaron, se sentaron en una mesa larga y empezaron a hablar acerca de cómo cambiar la patria. Hasta que Néstor paró la conversación y empezó a preguntarles cosas concretas: “¿Cuántos volquetes de basura hay en tu cuadra?”. Y se dieron cuenta de que ninguno sabía muy bien qué pasaba en su barrio. Néstor les dijo que volvieran, que se fijaran en su cuadra y que después iban a poder hablar acerca de cómo armar la patria. Esa historia yo siempre la relaciono con algo que me dijo mi abuelo paterno cuando era muy pibe: “Todas las cosas se hacen de abajo para arriba. Lo único que se hace de arriba para abajo es un pozo”. Tenés saber para quién sos importante. Y cumplir con lo que esa gente espera de vos.

En el esplendor del gobierno de Cristina armamos el movimiento Villeros Unidos y Organizados de la ciudad de Buenos Aires, que contenía a todas las organizaciones del kirchnerismo. Teníamos una robustez interesante, fue el germen de lo que después llamamos Movimiento Padre Mugica. El 8 de marzo de 2010 hicimos una movilización a la Legislatura de Buenos Aires para reclamar por la urbanización, fuimos 15 mil villeros con las organizaciones de izquierda y el kirchnerismo. Armamos carpas de debate, discutimos el concepto de integración urbana, fue un laburo formidable. Cuando lográs consolidar de abajo hacia arriba, construís de verdad.

Como resultado de esa lucha, obligamos al sistema político a reconocernos como actores reales. Instauramos el 7 de octubre, la fecha del nacimiento del padre Mugica, como el día de la Identidad Villera. Primero nos querían discutir el concepto de “villero”, nos decían que era algo negativo. Pero justamente nosotros queríamos reivindicar esa palabra y demostrar que podíamos asociarla con la solidaridad, lo colectivo, la lucha permanente. Nuestra identidad villera contiene todos esos valores: para nosotros “villero” no es un insulto ni algo denigrante. Fue un proceso de organización muy fuerte que hoy está en retroceso: las organizaciones están sumergidas en sus propios problemas.

Lamentablemente, en los últimos años muchos de esos movimientos se fueron desinflando y desarmando. Los compañeros se van metiendo para adentro: la construcción de un dirigente tiene que ver con lo que es y con lo que refleja. Si yo me estoy cagando de hambre, no le puedo marcar el rumbo a nadie. El dirigente que entra en crisis económica, que tiene problemas en su familia, no puede mantener el liderazgo. La crisis te deshilacha. Una persona se convierte en militante cuando entiende que su problema no es único, y descubre que la salida es colectiva. Pero, frente a la crisis, hacés una regresión: la necesidad extrema no te permite mirar hacia afuera, te deja encerrado en tu casa, intentando parar la olla.

Ahora estamos otra vez en un momento muy difícil: tratamos de sobrevivir, vemos a nuestras mujeres y nuestros pibes totalmente frustrados. Y nos sentimos inútiles, porque el proyecto de vida que les acercamos casi nunca tiene que ver con lo que quieren. ¿Qué ganas puede tener un pibe de 16 años de ponerse a laburar 14 horas por día cargando un camión? Los vemos nuevamente cayendo en la delincuencia y en las adicciones, buscando eso que tenían hace 4 años y que ya no tienen. Hace cinco años teníamos la vida más organizada, podíamos hacer proyectos. Un par de semanas atrás cayó preso un pibe por el que apostábamos mucho. Era un pibe lleno de sueños, iba para adelante. Lo fui a ver, le pregunté qué le había pasado. Lo re puteé. No es un caso de marginalidad extrema, no estaba desesperado ni salía a robar para comer: salía a robar para sostener un nivel de vida que ya no podía tener. Antes, con el laburo del viejo vivían bien: laburaba con nosotros por un complemento. Su sueldito le alcanzaba para empilchar, salir alguna vez con los amigos, ir a bailar. Pero el viejo cobra lo mismo que hace tres años, y ya no les alcanza para nada. Y él quería sostener ese nivel de vida, nada más. Tampoco es que se iba de viaje ni se compraba nada de lujo… pero los pobres también tenemos derecho a darnos algún gustito de vez en cuando, ¿no? A ese pibe también lo metió en cana el neoliberalismo: es la consecuencia de un modelo de exclusión, que deja a cada vez más gente afuera.

Es el mismo modelo que nos obligó a abrir el comedor por la noche. Nosotros no queríamos, porque nos parece que la cena familiar es sagrada: para las familias constituidas del barrio, es lo único que queda, el momento en el que pueden compartir y vincularse. Los chicos van a la escuela en jornada completa, los padres trabajan todo el día… es importante que vuelvan a encontrarse para cenar. Pero ya hace unos años que empezamos a ver gente que no podía comer a la noche, nos mandaban a los pibes para que les diéramos algo y se quedaban tomando mate. Así que tuvimos que volver a abrir a la noche, y ahora estamos duplicando la cantidad de comensales del almuerzo. Nadie viene si puede comer en su casa: los que se acercan es porque realmente no tienen otra opción. Las mujeres vienen a pedir un plato de comida para los chicos. Vemos a los jóvenes con el espíritu caído. Vemos a nuestros hombres vestidos de Grafa deambulando por los pasillos sin ir a ningún lado, levantándose de la mesa porque sienten vergüenza de estar con su familia sin poder darles nada. Porque, cuando se deteriora la economía, se deteriora la condición de vida. Si no tenés para comer, todo se empieza a venir abajo. Empiezan a aparecer los caminos de la delincuencia, la prostitución: cada uno hace lo que puede para ganarse la vida. Hasta ahí nos hicieron retroceder. En los últimos tiempos aprendimos que siempre se puede estar peor, que no hay derechos adquiridos que sean intocables. Hay que defenderlos. Ese fue nuestro error: pensar que no iban a poder sacarnos algunas cosas. Dos años después, ya no nos queda nada.”.

Cuando termina la entrevista, con la voz del personaje todavía resonando, tenemos que tomar decisiones. Qué contar, por ejemplo. Cómo contarlo. Si poner el énfasis en los aspectos más conocidos o en los más novedosos. Si hacer una entrevista personal o pública. En el mejor de los casos, se puede lograr un perfil que conjugue todo. Que muestre al entrevistado en su faceta más política, pero sin perder el registro íntimo. .

“Tenemos la esperanza de que el pueblo argentino tenga algún grado de conciencia y que pueda pensar en los que menos tienen, que la están pasando mal. La clase media todavía tiene algún resto, pero nosotros estamos fuera del mapa, es desgarrador lo que está pasando en el barrio. Los almacenes volvieron a ser kiosquitos y solo venden lo básico: no conseguís un desodorante en el barrio, porque ya no se lo pueden vender a nadie. Pan, leche, cigarrillos, jugo, gaseosas, nada más. El carnicero me dice que le preguntan cuánto les puede dar por 30 pesos. Pierde guita. Por eso esperamos que vuelvan los sueños de nuestros pibes, que vuelva la felicidad, el empleo, que la AUH vuelva a tener valor, que vuelva el consumo como motor de la economía. No aguantamos más: un año más así nos pondría en una situación irreversible y nos tiraría definitivamente afuera del mapa.

Esperamos que el pueblo argentino tenga conciencia. Porque siempre fue el neoliberalismo lo que nos hizo mal. Siempre fueron los mismos: en los 50 cuando lo echaron a Perón, en el 70 cuando dieron el golpe, en los 90 cuando vinieron con Menem, en el 2000 con De la Rúa. Siempre fue el neoliberalismo, y siempre nos dio los mismos resultados. Ojalá podamos cambiar el curso de la historia y volvamos a tener un gobierno popular que nos dé algo de dignidad a los que menos tenemos. La política es la única herramienta que tiene el hombre para poder mejorar su calidad de vida y crear sociedades más igualitarias: la disputa es política. No podemos aislarnos en las acciones sociales que podemos hacer en un barrio. Tenemos que poder influir dentro de las fuerzas políticas que representan a los sectores populares

Yo creo que la derecha no le perdona a Cristina haber tenido que compartir sus privilegios. Les molesta tener que convivir en las playas de Punta del Este con la negrada de Milagros Sala. No se trata de la creación de puestos de trabajo, la construcción de viviendas ni la creación de escuelas. Lo que les molesta de la prosperidad de los negros es que los sectores populares tengan plata y puedan acceder a lugares que ellos sentían como exclusivos. Lo que de verdad no se bancan es que el morochito con gorrito pueda estar en el VIP del baile. Y no se bancan lo que Cristina genera en nosotros: esperanza. No hay nada más poderoso para los sectores populares, porque verla a ella es recordar tiempos mejores y no comernos el verso de que la fiesta es siempre para otros. Por eso vamos a volver: porque la gente de la villa sabe que con Cristina vuelve la polenta con queso”.

Entrevista realizada en julio de 2019 en el Instituto Villero de Formación de Ciudad Oculta, Villa Lugano, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina.

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Julieta Elffman

Periodista. Editora. Parte de @cientificasaca . Directora en @tantaaguaeditorial. Docente en @tecenedicion. Estudiante crónica. 💚 www.tantaagua.com.ar