El cartógrafo

Julieta Elffman
9 min readAug 6, 2021

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Terminó de ajustar los últimos detalles, retocó una línea de profundidad que había quedado algo titubeante, corrigió una mayúscula heráldica y se dispuso a firmar su obra. Acaso por primera vez en su vida, sentía orgullo por el trabajo realizado.

Realmente le había dedicado tiempo y esfuerzo a la investigación. Desde el primer momento había decidido hacerlo a la vieja usanza, como en sus años de estudiante, viajando para reconocer el territorio y pasando un año entero allí. Quería tomar las medidas in situ, explicó para justificar el elevado costo del trabajo: era importante conocer los detalles, capturar los accidentes geográficos más pequeños, corroborar personalmente las distancias y las alturas. No le bastaba con dibujar un mapa más: se trataba del encargo más importante de su extensa carrera, y estaba dispuesto a hacer lo necesario para honrarlo. El resultado final, debía reconocerlo, era satisfactorio. Incluso para sus estándares de autoexigencia y perfeccionismo.

Antes de estampar su firma al dorso, cedió a la tentación de imitar lo que tantas veces había escuchado y leído que hacían los grandes cartógrafos de la historia, sus maestros y referentes: inventó un pueblo. La tradición había comenzado hacía varios siglos, cuando los mapas empezaron a circular entre los viajantes y emperadores, y junto con ellos las copias ilegales. Para proteger los originales y poder demostrar posibles plagios, bastaba con agregar un solo dato inexacto: un río inexistente, un cerro donde en la realidad había un valle, un caserío perdido allí donde nadie iría a buscarlo.

La obsesión comenzó a consumirlo tempranamente. Al principio, pensó durante varios días cómo llamar a su pueblo inventado. Recordó aquel viejo catálogo de datos falsos legendarios que había consultado con devoción en la biblioteca de su facultad. Algunos de sus colegas habían elegido nombres poéticos (Salsipuedes, Nomeolvides), bíblicos (El Edén, El Paraíso, Sodoma y Gomorra) e incluso míticos (Cerro Hércules, Río Olimpo). Estaban quienes nombraban sus creaciones a partir de hechos históricos, grupos de rock, escritores. El cartógrafo despreciaba por su simpleza a aquellos que dejaban pasar la oportunidad de dejar su marca en el mundo eligiendo denominaciones encabezadas por “Nueva”, por su demagogia a quienes caían en la tentación de elegir nombres en lenguas originarias y por su obviedad a quienes, previsiblemente, elegían su propio apellido o el nombre de sus hijas para nombrar una laguna allí donde nunca había habido ni una gota de agua.

Finalmente, luego de sopesar los pros y los contras de su decisión, marcó la ubicación de su pueblo en el mapa y escribió el nombre con esa caligrafía elegante y algo anticuada que había aprendido de sus abuelos inmigrantes. Tal vez no fuera la elección más original, pero el día en el que debía entregar el trabajo (no, no podía aplazarlo más, ya llevaba meses de retraso y había recibido una intimación advirtiendo que corría el riesgo de no cobrar ni un peso de lo acordado) despertó convencido de que su elección era correcta. “El Aleph”, escribió entonces cuidadosamente bajo el círculo que señalaba una población de entre 2001 y 5000 habitantes. La referencia era demasiado directa, lo sabía, pero ya no podía hacer nada por cambiarlo. En sueños, había visto el cartel de entrada sobre la ruta: Bienvenidos a El Aleph. El nombre estaba ahí desde antes de que él lo imaginara.

El tamaño también había sido motivo de dudas y deliberación. No podía inventar una ciudad de 100 mil habitantes: era demasiado evidente. Tampoco quería conformarse con la mediocridad de un caserío de menos de 500 habitantes donde todos se conocieran entre sí y no sucedieran novedades más allá de los nacimientos, las muertes, la huida de los jóvenes y la resignación de los mayores. Le pareció que 5000 habitantes eran suficientes para garantizar una vida social interesante. Mandó el original y las copias del mapa a la dirección que le habían enviado y decidió tomarse unas semanas de descanso. Creía merecerlas.

Durante un tiempo pudo seguir viviendo sin mayores inconvenientes, o eso creyó. Cobró el trabajo realizado, recibió nuevos encargos, casi olvidó el asunto. Su mapa le trajo satisfacciones, lo prestigió en su profesión y le permitió aumentar la tarifa. Como llevaba un ritmo de vida austero y no incurría en grandes gastos, empezó a tener horas libres. Casi sin darse cuenta, como una distracción de su trabajo rutinario y mecánico, comenzó a dedicar algunos momentos de ensueño a pensar en su pueblo.

Cierto día lluvioso –y a partir de entonces ya nada sería igual– tomó una hoja milimetrada y comenzó a trazar un mapa de El Aleph a una escala un poco más detallada que la del mapa original: marcó sobre el papel el camino por el que se llegaba desde la ciudad más cercana, la plaza principal con la consabida iglesia, el banco, el colegio y la municipalidad. Se dio el lujo de imaginar una biblioteca. Dudó si era conveniente agregar una universidad: le parecía un exceso para su pequeña localidad, pero al mismo tiempo quería evitar el éxodo de los hijos más avispados, que sin dudas se irían por ese camino de llegada a estudiar en la ciudad. Se dijo que, al fin y al cabo, una universidad más en el mundo no dañaba a nadie.

Lenta, imperceptiblemente, la cartografía de El Aleph comenzó a ocupar una fracción cada vez más importante de su tiempo de trabajo. El mapa se convirtió en un plano: imaginó y nomencló las calles, marcó su numeración y el sentido del tránsito. Agregó semáforos en las esquinas estratégicas donde podrían suceder accidentes, creó un pequeño sistema de transporte público eficiente y subsidiado por la Municipalidad y definió la ubicación de los principales locales comerciales.

Cada vez salía menos de su hogar, prefería evitar los compromisos sociales, esquivaba las invitaciones de sus hijas para festejar los cumpleaños y conocer a sus nietos. Argumentaba que tenía mucho trabajo, que debía entregar encargos importantes, que ya volvería a verlas. Con el tiempo, descubrió que reduciendo al mínimo el consumo podría trabajar menos y dedicarle más tiempo a la creación de su pueblo: no necesitaba más ropa de la que ya tenía, comía una vez al día, había acumulado instrumentos de dibujo para varias vidas. Vendió el auto: viajar nunca había sido una necesidad para él, solo lo había hecho cuando resultaba imprescindible para su trabajo. Ahora, todo lo necesario para llevar adelante este mapa estaba dentro de su casa.

Sus hijas empezaron a inquietarse, pero se conformaban con llamarlo de vez en cuando y con escucharlo medianamente bien, animado. Sí, estaba trabajando mucho, por suerte. No, no necesitaba nada. Sí, cualquier cosa les avisaría. No, no tenían que preocuparse. Los llamados comenzaron a espaciarse. De a poco lo irían olvidando, lo dejarían tranquilo y podría dedicarse a lo único que realmente le interesaba.

Con el tiempo, alcanzó un equilibrio que le pareció justo: si trabajaba un día por semana, podía ocuparse de su pueblo los otros seis. Las reminiscencias bíblicas lo convencieron de que el plan era impecable. Decidió que solo realizaría mapas por encargo los domingos. Semejante excentricidad, sumada a su escasa disponibilidad, tuvo un efecto paradójico inesperado: aumentó la demanda y la cotización de su trabajo. Como cada vez le pagaban más, podía aceptar cada vez menos encargos. De pronto comenzó a darse el lujo de rechazar trabajos por los que apenas unos años antes hubiera dado la vida: mapas de delimitación de nuevas fronteras entre países que habían firmado acuerdos después de guerras infinitas, planisferios en proyección de Peters o de Winkel-Tripel –siempre había tenido un problema personal con Mercator–, planos de ciudades que sí existían. Nada de eso le interesaba ya: la realidad era muy pobre si la comparaba con su pueblo de fantasía.

El plano de El Aleph era cada vez más detallado, pero pronto le pareció insuficiente: entonces comenzó a ocuparse de la arquitectura. Dibujó minuciosamente los edificios principales del pueblo, diseñó las fachadas, definió la distribución de los espacios interiores, forestó el parque central árbol por árbol. Amante de la astronomía, colocó un pequeño observatorio público con un telescopio modesto pero que permitía aprovechar el excelente cielo nocturno. A la hora de erigir monumentos, descubrió que necesitaba una épica, héroes y heroínas: dedicó gran parte de los siguientes años a reconstruir la historia del pueblo, a ensalzar a sus próceres y a diseñar sus símbolos. Inventó un escudo, una bandera y una escarapela, y compuso un pequeño himno para que se entonara en los actos oficiales.

De lo público pasó, en un deslizamiento casi imperceptible, a lo privado. Cuadra a cuadra, se dedicó a imaginar las casas, pobló de plantas los jardines y dibujó hasta los más mínimos detalles de cada rincón. Pero, a pesar de la satisfacción que sentía por la precisión de su trabajo, y aunque apenas despertaba corría a su tablero para reencontrarse con el pueblo, con el tiempo el cartógrafo comenzó a experimentar una desazón que le costaba entender.

Una noche soñó con un poblador que cruzaba la plaza central, se sentaba frente al monumento y lloraba en silencio. Las calles estaban desiertas. Entendió que él era ese alephiano, y que simplemente se sentía solo. Debía ocuparse de sus vecinos, invitarlos a habitar cada una de esas casas que había diseñado con tanto cuidado y esmero. Decidió entonces dejar de trabajar por encargo y anunció su retiro definitivo. Recibió algunos homenajes módicos pero sinceros de sus colegas, especialmente de aquellos que se sentían aliviados por no tener que seguir compitiendo con él. En los últimos tiempos, su figura había alcanzado niveles míticos en la profesión.

A lo largo de los siguientes años, el cartógrafo se dedicó de manera exclusiva a poblar El Aleph. Eligió uno por uno a los habitantes, y registró sus nombres, sus características físicas y sus profesiones en un libro de actas que protegía con celo y que guardaba cada noche en el único cajón con llave de su escritorio. Trazó sus árboles genealógicos y hasta se ocupó de dejar por escrito los amoríos, las traiciones y los sinsabores (este registro, informal y paralelo al oficial, lo hizo en un cuaderno que dejaba indolentemente olvidado sobre la mesa antes de dormir).

Pero el tiempo apremiaba, se sabía viejo y cada vez más confuso: no quería dejar incompleta su obra. Un día de otoño, el cartógrafo fijó la fecha de las primeras elecciones municipales y convocó a todo el pueblo a votar. Tenía un favorito para el puesto de intendente, Emiliano Rodríguez, un hombre íntegro y recto que había nacido y vivido en El Aleph, un ciudadano de conducta intachable e intenciones puras. Lamentablemente, el espíritu democrático del cartógrafo y el de su candidato les impidió hacer fraude: aunque por pocos votos de diferencia, ganó el contrincante de su elegido, Jonatan Cricenti, un empresario pretencioso y soberbio recién llegado de la ciudad más cercana con ínfulas patrióticas, aires de cambio y promesas de renovación. Resignados, prepararon la ceremonia de entrega de mando y se comprometieron a trabajar con las fuerzas vivas del pueblo para revertir el fracaso. Habría que reforzar la educación, fortalecer los valores de solidaridad y cuestionar el individualismo reinante.

El nuevo intendente asumió con bombos y platillos, y previsiblemente llevó adelante una gestión pésima: vació las arcas del banco central que tan amorosamente había llenado el cartógrafo con el producto de su propio trabajo, endeudó a largo plazo a todo el pueblo, derrochó los recursos y triplicó el tamaño de su propia casa mientras desmantelaba la escuela y reducía la obra pública al mínimo. Unos meses antes de que terminara el primer mandato, el cartógrafo descubrió en un cartel callejero la convocatoria para las elecciones, y decidió dedicar sus últimas fuerzas a militar la campaña de Rodríguez. Recorrió el pueblo de arriba abajo, pasó casa por casa a explicar las bondades de su candidato y se enfrascó en interminables discusiones con los partidarios de Cricenti. Nunca se dio por vencido.

La noche antes de las elecciones, agotado por el esfuerzo, el cartógrafo se acostó sabiendo que no volvería a despertar. Repasó brevemente su vida, se convenció de haber hecho todo lo que debía hacer, y antes de dormir llamó a sus hijas para despedirse. Frente a la inevitable alarma, las tranquilizó diciendo que se sentía bien, que estaba sereno y que había vivido sus últimos años exactamente como había querido. No tenía ninguna deuda y solo le quedaba un deseo: que ganara Rodríguez. Pero eso no se los dijo a ellas, por supuesto. Nunca les había hablado sobre El Aleph, ese desvelo que sabía delirante y senil. En cambio, mandó saludos a sus nietos, dio algunas instrucciones escuetas y precisas sobre sus escasas posesiones y pidió que enviaran sus últimos trabajos como donación a la biblioteca de la facultad de cartografía, donde él mismo había fatigado tantas horas de estudio en sus años de juventud y donde había leído aquella vieja leyenda, que nunca sabría si era cierta, sobre los pueblos inventados.

  • Marie, mirá esto que encontré en el buzón de correo.
  • ¿Qué es?
  • No sé, está fechado un día después de la muerte de papá. Tiene un escudo que no conozco, parece algo importante, oficial.
  • ¿Lo abrimos?

La carta reconocía al cartógrafo como único fundador de El Aleph y lo condecoraba con el rango de ciudadano ilustre. Como muestra del agradecimiento por el trabajo realizado, se le adjuntaba también la llave del pueblo, y se lo invitaba a visitar a sus habitantes cuando su seguramente apretada agenda se lo permitiera.

Ojalá fuera pronto, agregaba con elegante y algo anticuada caligrafía manuscrita el firmante: Emiliano Rodríguez, intendente.

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Julieta Elffman

Periodista. Editora. Parte de @cientificasaca . Directora en @tantaaguaeditorial. Docente en @tecenedicion. Estudiante crónica. 💚 www.tantaagua.com.ar